Un Escéptico En Belén
HACE AÑOS viajé a Belén para dar los comentarios de tres programas de televisión sobre el Nuevo Testamento. En cierta ocasión me encontraba en la cripta de la Basílica de la Natividad, esperando que el público se retirara para iniciar nosotros la filmación.
Estaba sentado en una saliente de piedra, entre las sombras proyectadas por los cirios encendidos. ¡Qué ridículos me parecían los llamados santuarios! ¡Que ramplón el comercialismo con que se les explotaba! ¿Quién, si no un pazguato, podía creer que el lugar señalado en la cripta con una estrella de plata era el lugar preciso donde había nacido Jesús? La Tierra Santa, al parecer, se había convertido en una «Jesuslandia»; nada más ni nada menos que una especie de parque de diversiones.
Todo lo que había en la cripta daba esa impresión, los ostentosos cortinajes que cubrían las paredes de piedra, las pinturas y los crucifijos tan de mal gusto, y los candiles. ¡Qué torpe atiborrar un sencillo pesebre hasta hacerlo un baratillo de cachivaches eclesiásticos! Al fin y al cabo, la humildad había sido lo más notable en las circunstancias del nacimiento de Jesús. En ese lugar deberían estar reflejadas la pobreza y la soledad que caracterizaron al acontecimiento que conmemora; así, el más pobre de los visitantes constatarla que el Salvador fue más humilde que él.
Por ese tenor empecé a reflexionar, y también observé la conducta y el aspecto de los visitantes. Algunos se santiguaban, otros cuantos se arrodillaban; sin embargo, para la mayoría, la Basílica de la Natividad era un lugar más para visitar durante su viaje en grupo; es decir, una curiosidad, como podría serlo el TajMahal, en la India, o el museo de cera de Madame Tussaud, en Londres.
No obstante, cada rostro que aparecía se transfiguraba por la vivencia de encontrarse en tal sitio. El tedio y la ociosa curiosidad se desvanecían. Parecía que exclamaban: «¡Aquí fue! ¡Aquí vino al mundo Jesús! ¡Aquí lo encontraremos!» Una vez más resplandecía la gloria, y los ángeles proclamaban: Les ha nacido hoy un Salvador. que es Cristo Señor, en la ciudad de David. Aquel lugar dejaba de ser un destino turístico y se convertía en un auténtico santuario.
Tierra Santa está impregnada de historia, que sus piedras atestiguan. Pero no fue historia lo que yo, el escéptico, encontré en la Basílica de la Natividad; fue algo mucho más profundo y estimulante que la verdad de Jesús se debe buscar en los corazones de los creyentes, no en el polvo arqueológico ni en los huesos antropológicos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre. prometió El, allí estoy yo en medio de ellos. Dos mil años después, la promesa sigue cumpliéndose, incluso en un escenario tan impropio como la ostentosa cripta, en Belén.
MARÍA y JOSÉ fueron a Belén desde Nazaret porque, según se nos ha dicho, tenian que inscribirse en un censo ordenado por el emperador Augusto, todavía en el pináculo de su poder. Entre los millones de personas que entraron en el recuento, el niño que nació esa noche en Belén debe de haber sido, en términos temporales, de las más insignificantes. Aquella época presenció una especie de confrontación entre’ el gobernante de la Tierra, que por entonces era proclamado dios, y el más humilde de sus súbditos. Andando el tiempo, claro está, sus papeles se invirtieron: Jesús ha reinado durante siglos en la mente y en el corazón de los hombres, en tanto que la huella de Augusto perdura sólo en los libros de historia y en algunas ruinas.
Fue precisamente para reabastecer de fe al mundo por lo que tuvo lugar aquel nacimiento en Belén. La fe es la clave que nos permite descifrar los mensajes de Dios, mensajes que, sin ella, serian inescrutables. Visto ese mensaje con los ojos de la fe, los pastores se regocijan, los Reyes Magos se prosternan y ofrecen sus presentes, y hasta las estrellas se reacomodan. María sostiene en brazos la nueva luz quena venido al mundo para iluminar a la humanidad entera.
El relato de cómo vino Jesús a la Tierra, de lo que dijo e hizo, y de la forma en que fue quedándose entre nosotros, es con toda seguridad el que más se ha contado, meditado, analizado e ilustrado en la historia del mundo. ¡Tantas manos! ¡Tantas versiones e interpretaciones! Se ha hablado de un Jesús histórico, uno que luchó por la libertad, de otro erótico, y del Jesús proletario. Existen revisiones modernas de su mensaje esencial, según las cuales su reino es de este mundo, y el hombre puede vivir sólo de pan, y debe acumular en la Tierra un tesoro, un producto nacional bruto siempre creciente. Los historiadores del futuro probablemente lleguen a la conclusión de que, cuanto más sabíamos nosotros de Jesús, menos lo conocíamos o menos atención prestábamos a su palabra.
Sin embargo, el Evangelio ha servido a través de la historia de inspiración para alcanzar muchos de los logros más nobles de nuestra civilización. Por él se han construido majestuosos edificios como la catedral de Chartres, y grandes santos como Francisco de Asís han dedicado gozosamente su vida a servir a Dios y a los hombres. Para mayor gloria de este mensaje, Bach compuso, El Greco pintó, San Agustín escribió La ciudad de Dios y Pascal plasmó sus Pensamientos. Lo que estas palabras nos dan en verdad no tiene fin. Si han sobrevivido a sus comentaristas, pueden considerarse inmortales. Así pues, Jesús nunca fue, o todavía es. Yo, como exponente típico de estos tiempos de confusión, escéptico e inclinado a la sensualidad, afirmo en forma tímida e indigna, pero con la certeza más profunda, que Él todavía es.
Porque tuve hambre y me diste de comer; tuve sed, y me diste de beber; era peregrino y me alojaste; estaba, desnudo y me vestiste; enfermo. y me visitaste. Estas palabras cobran vida cuando se lleva a la práctica el mandato de Jesús de ver en el sufriente rostro de la humanidad su propio rostro sufriente. La religión que El dio al mundo es una experiencia; no un cuerpo de ideas o preceptos. Cuando alguien vive esa experiencia, su religión vive.
SOLO EN LA PERSPECTIVA de la fe queda claro lo que Jesús significa. los críticos que pretenden descubrirlo investigando los detalles de su vida no descubren nada. El secreto de su poder sobre el corazón y la mente de los hombres no estriba en tales pormenores, sino en sus enseñanzas, al mismo tiempo tan puras, tan majestuosas y tan sencillas.
Jesús pidió a sus seguidores más de lo que ningún otro maestro haya pedido: hacer el bien a aquellos que nos hacen daño, y orar por quienes nos persiguen; que cuando nos den una bofetada. ofrezcamos la otra mejilla, y cuando nos despojen de nuestro manto, entreguemos también la túnica: y si alguien nos pide que lo acompañemos una legua, recorramos con esa persona dos leguas: que nos abstengamos no sólo de adulterio. sino del deseo, y no solo de matar, sino de enojarnos y de calificar de tonto al prójimo.
Jesús no fue un idealista, en el sentido que se le da actualmente a esta palabra; jamás afirmó nada que insinúe siquiera la posibilidad de que este mundo llegue a mejorar por sus propios medios. No me parece que haya abogado por reformas de ninguna especie, ni que apoyara causas humanas, por altruistas que fueran. El espíritu de sus enseñanzas puede ubicarse en el misticismo más sublime o el realismo más inflexible, pero no en las medianías; nunca en los amenos prados del liberalismo y de la buena voluntad. No nos dejó un plan de acción, ni un código moral, y tampoco, por supuesto, un programa de reforma, sino sólo aquellas paradojas suyas, tan maravillosamente iluminadoras: los últimos serán los primeros; el más pobre es el más rico: el más débil es el más fuerte; el más humilde ocupa el lugar de honor.
Son innumerables los grandes maestros, místicos, mártires y santos que han pronunciado palabras llenas de gracia y verdad. El caso de Jesús, empero, es único, pues ha persistido la creencia de que su presencia en el mundo se debió a que Dios se dignó convertirse en hombre para que los hombres, desde su mortalidad, pudieran alcanzar la inmortalidad divina. Yo soy la resurrección y la vida. enseñó, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre.
POR MI PARTE, a medida que voy acercándome a mi fin, encuentro en mi fuero interno las insólitas prédicas de Jesús cada vez más significativas y cautivadoras. A menudo despierto por la noche, como suelen hacerlo los viejos, y me siento como si estuviera medio fuera de mi cuerpo, suspendido entre la vida y la muerte, con la eternidad que se vislumbra a la distancia.
Observo mi vieja envoltura corpórea acostada entre las sábanas, estragada y marchita, y al mismo tiempo me veo flotando sobre mi cuerpo, como una mariposa liberada de la crisálida y a punto de emprender el vuelo. ¿Se les anuncia a las orugas su inminente resurrección? ¿Se les dice que, al morir, dejarán de ser unos pobres bichos rastreros, para convertirse en criaturas voladoras, provistas de alas exquisitamente coloreadas? Y si se les informa, ¿lo creen? Me imagino a las sabias orugas ancianas meneando la cabeza: no puede ser; eso es pura fantasía.
Pero en el limbo que se ubica entre el vivir y el morir, mientras el reloj nocturno sigue su marcha inexorable y el implacable cielo negro no muestra ni la menor pincelada de gris, escucho repetidamente estas palabras: Yo soy la resurrección y la vida. Entonces me siento arrastrado por una irresistible oleada de paz y alegría.