Enrique López Albújar y Su Cuento Juan Rabines No Perdona
Terminadas ya las negociaciones con el montonero Benel. Cayó sobre él, en Chipuluc, desbaratándole y ametrallándole sin piedad. La derrota había sobrevenido. Todo se derrumbaba de repente. Entre esos derrotados estaba el mozo Juan Rabines, iba, pues, en aquella mañana, quince días después de la derrota, en plena renegación. Hacía la costa.
¡Que viaje el que tuvo que hacer! Porque Rabines como buen guitarrista, casi no había dejado el pueblo de Cutervo. Él era quien había hecho famosa esta copla:
“Con corona o sin corona,
Con buenos o malos fines,
Quien se la hace a Juan Rabines,
Rabines no lo perdona”.
Iba repitiendo cada mañana. Recordando a la mujer que había sabido sujetarle, y con la cual se uniera libremente hacía apenas dos años. ¿Dónde estaría ella? Caminaba pensando, meditando, descendió a la carretera, cuando en una curva un estallido de voces y risotadas le detuvo. Intento ocultarse, pero alguien le gritó:
- Oiga, amigo acérquese y denos una manito, que el carro se nos ha plantao.
Rabines ayudó.
- ¿Y usted de donde viene amigo?
- De arriba de Santa Cruz,
- Si no es indiscreción ¿puede saberse amigo donde va usté?
- Ni yo mismo lo sé,
- Suba al carro con nosotros y vengase.
Rabines aceptó. Y tomó un sorbo de agua.
A los quince días, el cholo Juan como acabaron de llamar todos en el campamento a Rabines, era estimado y popular. Pero desde que llegó a Carhuaquero se sentía carcomido por unos celos horribles. Celos que iban creciendo sobre la suerte de su querida que se hacía más larga y profunda. Era una hembra incitadora como el ají. Tenía: belleza, gracia y juventud. Y ante esta idea dolorosa, el mozo se sentía a ratos tentado de descubrirse. Y menos mal la vida en Carhuaquero. Le trataba bien al trabajador; se le pagaba semanalmente, sin esos cuentos leoninos de las haciendas andinas.
Un domingo de esos, Rabines, estimulado por la paga del día anterior, se resolvió ir a la gerencia:
- Adelante, Carpio. ¿Qué le trae por aquí?
- Permiso, señor, para ir a conocer Chongoyape, en el camión que va salir por víveres.
- Bueno puede ir y ojalá, repito que no sea para quedarse.
El Ingeniero levantó la cabeza:
- ¿Querría usted alguna otra cosa?
- No, nada…
El eco de una voz había perturbado profundamente a Rabines. La moza es muy apreciable. Es una tentación la tal santacruceñita-dijo el capataz- Rabines se había tornado pensativo con lo de santacruceñita.
- … Me la enseñaron como mujer de una de los tenientes de Benel y cuando me preparaba a llevármela como botín, llegó un pelotón de esos bebedores de gasolina del gringo Suttón y se me interpuso…”
Rabines no término de almorzar. Los datos no podían ser más concluyentes. Era indudable que la mujer a quien se había referido el capataz Crisóstomo era la suya. ¿Era así como está mujer sabía amar? ¿Era así como le guardaba fidelidad que tanto la había prometido? Empuñó la guitarra y cantó: “Quien se la hace a Juan Rabines, Rabines no le perdona”… Si ella se la había hecho ya y se la estaba haciendo en esos momentos, ¿Cómo se la iba a perdonar por mucho que fuera el amor que la tuviese? Un rasgueo, algo brusco, le puso fin al barullo de frases, silencio profundo, atención hiperestésica en la broncínea figura del guitarrista. Y las manos del cholo Juan, como envanecidas de la admiración, pasó a la canción criolla, se hallaba rematándola con brillante lirismo. Cuando el auto del ingeniero don Ricardo volvía de la excursión. Dentro una mujer, empaquetada en seda y pieles.
- ¡Que blanca, tan linda! – exclamó uno de los obreros.
Rabines mortificado, la sangre se le paralizó. Era Doralisa. Todos se volvieron a Rabines y echaron a reír al verlo estático y con los ojos fijos.
- A esa mujer, que acaba de pasar la conozco yo, desde Santa Cruz.
Nadie se atrevió a contestarle.
Carhuaquero hervía de gente. Había fiesta. Iban a traer un misterioso aparato que en menos de una hora podía hacer el trabajo de cien hombres. Las piedras al recibir la rociada del pequeño monstruo se pulverizaban.
- ¿Y cómo se llama el aparato? –preguntó una de la damas.
- Tiene un nombre un poco prosaico, pero que dice mucho: monitor. Dijo el Ingeniero.
Rabines fue también uno de los concurrentes. Cinco meses había tenido que esperar para ver llegar este día. “Las señorita, porque has de saber tú que se ha casado con don Ricardo- le dijo la mujer de Crisóstomo- está allá abajo. Porque el embarazo la ha puesto melindrosa”.
Rabines dejó de hablar y fue enterándose de todo, lo que había sucedido durante su ausencia. Muchos eran las clases de muertes que había ideado para aquella mujer: un tiro, una puñalada, un accidente, un estrangulamiento, un secuestro… Pero todos estos proyectos quedaban desvanecidos por las objeciones que él mismo solía hacerse.
Si, él tenía que hacer algo sonado ese día. Para eso había venido y junto con Maco la mujer de Crisóstomo se dirige a ver el funcionamiento del monitor.
Todos se quedaron fascinados y estáticos al ver el funcionamiento de la maquinita. Rabines absorbido hasta entonces por la contemplación de una de las damas del Bulck, en la cual reconociera a su ex amante, volvió también los ojos al fascinante espectáculo. Un estallido de aplausos, como una válvula de escape, saludó al fin el feliz éxito de la maniobra.
De repente, la mirada de ella y la de Rabines se encontraron. ¡Dios de Dios, que choque! “¿Con que estás vivo?” – parecían decir los de ella. Y los de él: “Ya sé que eres mujer de ese; que estas casada, que eres señora de automóvil y que estas orgullosa de tu preñez…”
Este diálogo, aunque rápido y agresivo como el choque de dos espadas en duelo, fue suficiente para que ambos comprendieran lo que podían esperar uno del otro.
Y Doralisa inclinóse sobre su marido y señalándole con discreción a Rabines, murmuró:
- ¿Sabes quién es ese que está ahí? Juan Rabines uno de los tenientes de Benel.
El ingeniero se quedó un poco perplejo.
- ¿Has dicho, Juan Rabines? Yo lo he recibido como Juan Carpio.
Rabines, que no había dejado de observar a la pareja, y que por la miradas que disimuladamente le dirigían. Agarró el pitón y enseguida, apuntando resueltamente al Bulck, decapitó de un pitonazo de agua al ingeniero. Doralisa, despavorida, levantó los brazos como impetrando perdón, pero otro pitonazo la tiró de espaldas. La pobre mujer intentó levantarse, pero el chorro implacable no se lo permitió. Los ojos de Rabines, buscándole el vientre, le apuntaron ahí y la infeliz comenzó a deshacerse y precipitarse junto con el automóvil al fondo de la quebrada.
- ¡Bárbaro! ¿Qué has hecho?- interrogó Crisóstomo.
- Lo que debía hacer. Yo soy Juan Rabines y Juan Rabines no perdona.
Y arrojando el pitón al suelo añadió:
- Aquí estoy. Pueden cogerme y consumirme en la cárcel o pegarme cuatro tiros, que sería mejor…
FIN