Historias Navideñas Para Niños

Un Cuento De Navidad

AL CAER LA TARDE, parecía que íbamos a celebrar nuestro ritual para recibir la Navidad de ese año como siempre. El 24 de diciembre, cuando el sol se ponía, papá anunciaba la llegada de la Nochebuena cantando un viejo villancico que se oía por toda la casa.

Historias Navideñas Para Niños

Mamá y yo nos uníamos a él, y no parábamos de cantar al tiempo que nos vestíamos y arreglábamos para la celebración.

A eso de las 6 de la tarde, papá sacaba la enorme Biblia de la familia, que había heredado de su abuelo. Nos leía el relato del nacimiento de Jesús según San Lucas, y después del último versículo, cuando los pastores vuelven glorificando y alabando al Señor porque han visto y oído todo lo que se les anunció, apagábamos las luces y mamá y yo nos quedábamos sentadas en medio de la oscuridad. Papá se iba a otra habitación, donde estaba el árbol de Navidad. Entre tanto, mamá se ponía a contarme un cuento; cada año era uno diferente, aunque por lo general hablaba de ángeles.

Yo la escuchaba con atención, mientras papá le daba los últimos toques al árbol, poniéndole adornos y encendiéndole velitas. En seguida tocaba una campana y abría la puerta. Mamá y yo entrábamos y nos quedábamos mudas, fascinadas ante el fulgor del árbol.

Pero ese año las cosas fueron distintas.

En años anteriores, papá leía el Evangelio a la luz de la lámpara de su escritorio. Ahora tuvo que prender una vela vieja porque no había electricidad en todo Budapest. De la cocina no se desprendían aquellos deliciosos olores de costumbre; de hecho, casi no había qué comer, y la cena de Navidad iba a consistir en frijoles cocidos. Cuando papá acabó de leer y apagó la vela, el cuarto no quedó en completa oscuridad ni en absoluto silencio, como otras veces. De cuando en cuando la luz roja de unos reflectores surcaba el cielo y a lo lejos se oía el incansable traqueteo de los tanques. En un rincón teníamos un pequeño saco en el que guardábamos las cosas más indispensables, listo para cargar con él por si sonaban las sirenas de alerta y teníamos que bajar al refugio. ¿Cuánto tiempo estaríamos allí? ¿Una hora? ¿Una semana? No lo sabíamos.

Era la Navidad de 1944. Yo había estado esperando, tan ansiosa como siempre, aquella parte tan especial de la noche. A mis cinco años de edad, no pensaba que la guerra pudiera echar a perder nuestra celebración. Además, tenía la idea de que me había portado bien todo el año y de que me merecía una inolvidable Nochebuena.

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Así que, cuando papá terminó de leer y salió del cuarto, me imaginé el árbol, lleno de dulces, adornos y velas; me imaginé que podría verlo cuando mamá acabara de contarme su cuento.

Había llegado la Nochebuena, relataba ella, y los ángeles se estaban preparando para llevarles a los niños buenos los árboles de Navidad más bellos que pudieran encontrar. Uno de los ángeles fue al Bosque de Pinos Celestial, donde crecían los árboles más frondosos de la existencia. Cada año, el niño que se hubiera portado mejor recibía un pino celestial.

El ángel llegó a la Tierra cargando un hermoso pino, alto y de ramas relucientes. Exhausto y deseoso de descansar, se había detenido en un claro del bosque. Al mirar alrededor, vio centenarios árboles caídos, con las raíces al aire, con los troncos destrozados, y vio también cientos de pájaros que volaban en círculos, piando con tristeza.

—¡¿Pero qué ha pasado aquí?! —exclamó.

—La guerra, fue la guerra —se lamentaron los pájaros—. Un día vinieron unos gigantescos halcones negros y soltaron huevos de hierro desde el aire: derribaron los árboles, incendiaron el bosque y destruyeron nuestros nidos.

El ángel estaba muy descorazonado. Entonces le cortó unas ramitas al árbol de Navidad celestial y las plantó en la tierra calcinada. De inmediato las ramas crecieron y se expandieron. Los viejos troncos volvieron a la vida y al poco rato surgió un nuevo bosque. Los pájaros se posaron alegremente en las ramas recién hechas y se pusieron a reconstruir sus nidos.

El ángel prosiguió su camino. Ya estaba cerca de la ciudad donde vivía la pequeña a la que le había tocado el árbol de Navidad celestial, cuando le salieron al paso unos conejos, ciervos, puercoespines, ardillas y zorras que andaban lentamente, cabizbajos y acongojados.

—¿Qué les sucedió? —les preguntó el ángel.

—La guerra, fue la guerra —se lamentaron los animales—. Unas bestias de hierro vinieron a los campos y quemaron nuestros arbustos. No hallamos alimento y no tenemos dónde vivir.

El ángel volvió a cortarle unas ramitas al árbol y las plantó en la tierra. A su alrededor, la hierba reverdeció y crecieron los arbustos. El ciervo se puso a saltar de contento y los conejos empezaron a disfrutar del alimento nuevo.

El ángel reanudó la marcha. Pero de repente se detuvo en las afueras de la ciudad. Alcanzó a oír unos lamentos que provenían de una choza. El ángel entró. Hacía frío y estaba oscuro allí. En la cama yacía una persona y, junto a ella, una pequeña que lloraba y no dejaba de decir:

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—Ojalá que mi papá regresara de la guerra sólo por hoy para traer leña, comida y medicinas para mi mamá.

El ángel le cortó unas ramitas al pino y las puso en la chimenea. Entonces se encendió el fuego, la sopa empezó a hervir y la mujer enferma abrió los ojos y le sonrió a su hija.

Se estaba haciendo tarde, de modo que el ángel apretó el paso. Al poco rato llegó a su destino: la casa de la niña más buena del año.

Pero antes de entrar miró el árbol… y el corazón se le fue a los pies. Le había cortado tantas ramas que el pino, antes grande y frondoso, estaba ralo y feo. De las ramas que quedaban colgó cuatro figuras: un pájaro, un conejo y una choza hechos de vidrio, y una velita. Luego puso el árbol en la sala de la casa de aquella niña buena.

ME PUSE DE PIE de un salto cuando sonó la campana de Navidad, señal de que podíamos pasar al cuarto de al lado. Al abrirse la puerta, contuve la respiración. Allí estaba el árbol de Navidad más extraño que había visto en mi vida. Tenía unas cuantas ramas caídas y no tenía hojas, ni dulces, apenas unos cuantos adornos y una sola vela. Era, además, muy pequeño. Papá, que junto a él se veía enorme, tenía una expresión de incertidumbre.

Miré una y otra vez aquel insólito árbol y la cara de papá. ¿Me habría portado mal después de todo? ¿-Qué clase de Navidad era aquélla?

Me volví hacia mamá. Ella sonreía, y con el brillo de sus ojos me hizo volver a mirar el árbol, y entonces lo reconocí. A la luz de la velita vi las alas de un pájaro de vidrio, una choza colgada de una rama y, asomándose por detrás, los ojos rojos de un conejo de vidrio.

Entonces comprendí que aquel pinito triste era en realidad un árbol celestial, alto, frondoso y magnífico, para la niña más buena del año. Era el árbol de Navidad más bello del mundo.

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