Un Ángel Disfrazado
HACE UNOS AÑOS, poco antes de la Navidad, atropelle a un niño que apareció de repente en un trineo mientras jugaba en la nevada: una figurilla que, en el preciso instante en que me acercaba a una loma en mi camioneta, bajó como bólido hasta el camino desde el patio de una granja construida en la ladera. Entre la cortina de nieve y antes de dar un brusco viraje alcancé a percibir una imagen fugaz del chico:
Un bulto enfundado en una gruesa chaqueta azul y un rostro que volvió la mirada llena de espanto.
Recuerdo que oí el ruido de un golpe y un quejido ahogado, y entonces la camioneta derrapó por una pendiente, se ladeó y se arrastró por entre unos bancos de nieve hasta detenerse, casi volcada. Durante unos diez segundos permanecí sentado entre los víveres que llevaba y que se habían desparramado en el interior; luego me quité el cinturón de seguridad, abrí la portezuela de una patada y trepé hundiéndome en la nieve hasta el camino.
El niño estaba tendido en medio de la carretera, inmóvil.
—¡Mis piernas! ¡Mis piernas! —gemía de forma silenciosa y suave—. ¡No las puedo mover!
Me acuclillé a su lado y recuerdo que pensé dos cosas que me hicieron estremecer: la primera, que debía apartarlo del camino antes de que nos arrollaran a los dos, y la otra, que el chico iba a morir o al menos quedar lisiado de, por vida por culpa mía.
Agachado allí, con la nieve cayendo como un chubasco de cenizas, no pude evitar decirle unas palabras de padre:
—Escúchame, hijo, vas a estar bien, pero primero debo quitarte de aquí, trata de calmarte, nada malo va a pasar.
No sé a quién intentaba convencer en realidad, si a él o a mí mismo. El niño cerró los ojos y asintió. Lo llevé en brazos a la orilla, consciente de que al moverlo podría agravarle una lesión de médula espinal o dañarle aún más el tejido muscular o los nervios. Pero no podía arriesgarme a que un camión se nos viniera encima en cualquier momento.
—¿Puedes mover los dedos? —le pregunté.
—Sí —dijo, y me lo demostró.
Los copos de nieve se acumulaban y derretían en su sonrosado rostro. Le examiné los ojos para ver si estaba entrando en choque, pero no noté nada anormal. Supuse que tenía 12 o 13 años; era un chico bien parecido, y muy valiente.
En eso, a mis espaldas se oyó un grito desgarrador. Al volverme divisé a una mujer robusta, sin abrigo, que luchaba por avanzar a través de la nieve. Dos niños la seguían de cerca.
—¡Ay, Dios mío! —gemía—. ¡Ay, Dios!
De pronto resbaló y cayó de bruces sobre un montón de nieve que había en la entrada del camino que conducía a la granja. No tuve otra opción que correr a ayudarla la cogí de una mano y de un tirón la levanté. Su rostro era el retrato vivo de la angustia, el de una madre que se enfrenta a lo inconcebible.
Durante unos instantes estuvimos trenzados en un ridículo abrazo, bailando un minué sobre el resbaladizo camino y mirándonos a los ojos hasta que oímos un ruido y nos volvimos: era el chico, que se había puesto de pie.
—Estoy bien, mamá —dijo, sobándose la parte baja de la espalda—. Creo que estoy bien.
SE LLAMABA MATEO y era hijo del sacristán de la iglesia. Los acompañé hasta la tibia cocina de su casa y él se sentó en una silla.
—¿Por qué lloras, hijo? —le preguntó de repente la mujer al ver que hacía pucheros—. ¿Te duele algo?
—No —repuso con voz sollozante—. Estaba pensando… en que no sé por qué no me maté.
Su hermana menor, Rosa, explicó lo que había ocurrido. Cuando regresaron de la escuela corrieron al patio trasero de la granja a jugar con el trineo, pero luego los atrajo el declive más pronunciado del patio del frente. En ningún momento pensaron en el peligro que representaba la carretera.
—Pude haber muerto… —repitió el chico con aire distraído—. No sé por qué no me maté…
—Porque los dos corrimos con mucha suerte —respondí. —Yo pienso que fue un milagro —concluyó su madre.
Más tarde salí a ver cómo una grúa sacaba de la nieve mi camioneta, que había acabado con dos neumáticos desinflados y un guardabarros sumido.
—No entiendo cómo logró esquivar al muchacho —dijo el policía mientras señalaba el punto donde se cruzaban las huellas de mi vehículo y las del trineo—. ¡Es increíble!
—Fue casi un milagro —intervino el conductor de la grúa.
Regresé a despedirme de Mateo y de su madre. El chico ya se había acostado y la mujer me dio las gracias efusivamente; de hecho, nos abrazamos, y a ella se le arrasaron los ojos. Le aseguré que telefonearía en uno o dos días para saber cómo seguían, todos.
—¿Y usted, está bien? —me preguntó, mirándome de arriba abajo.
—Sí —contesté—, perfectamente. Estaba mintiendo.
En realidad, nunca me había sentido tan asustado y a la vez tan conmovido. No era por los comentarios de los otros: yo había visto desaparecer al niño bajo mi camioneta y, excepto por un feo moretón en la parte baja de la espalda, había salido ileso. No lograba explicármelo.
Yo también habría dicho que fue una intervención divina, si creyera en esas cosas, pero los milagros siempre me habían parecido trucos baratos de los usufructuarios de la fe: patrañas pregonadas por predicadores codiciosos para embaucar a los incautos.
Volví a casa y estuve dos horas sentado contemplando a los pájaros lanzarse en picada hasta el comedero para aves del jardín. No tenía ganas de moverme ni de hablar. Mi esposa salió a hacer las compras con nuestros dos pequeños, Maggie y Jack. Me quedé allí, solo, recordando lo ocurrido una y otra vez.
ANTES DEL ACCIDENTE estaba yo atravesando por mi «crisis navideña», como mi mujer llama a esa breve tempestad del alma que empieza alrededor del solsticio de invierno, cuando las noches son largas y los noticiarios nos abruman con deprimentes resúmenes de los desastres humanos y naturales más lamentados del año.
La mañana de aquel día en que cayó la nevada me sentía muy inquieto y no sabía cuál era la causa. Por eso, cuando arreció la tormenta decidí ir por comestibles para ver si en el camino me calmaba. No había nadie en la tienda, con excepción de un empleado que estaba sumando las compras de una mujer de edad avanzada: una revista y una planta en una maceta. Noté que la dama no calzaba botas, sino tenis.
—Es un día hermoso, ¿no cree? —me dijo, sonriendo—. Pero, ya sabe usted, aun cuando nieve, algunas personas conducen muy de prisa.
Viejita chiflada. pensé, pero asentí devolviéndole la sonrisa. Luego volví a subirme a la camioneta y me dirigí a casa; sin embargo, al tomar la carretera seguía reflexionando en sus palabras. Al acercarme a una loma reduje la velocidad a la mitad y, un instante después, Mateo se me atravesó en el camino.
DURANTE VARIOS DÍAS me pregunté cómo podría expresar mi gratitud a una persona a la que sólo vi 15 segundos Lo único que sabía de ella era que le gustaban las plantas y que le vendría bien un par de botas nuevas. Más tarde cayó en mis manos un ejemplar de la revista Tiempo en cuya portada aparecía la imagen de un querubín. «La nueva era de los ángeles». decía el encabezado.
Comencé a leer. «En su compilación de encuentros con mensajeros celestiales, ”El libro de los ángeles”, decía el artículo, «la autora Sophy Burnham afirma que estos espíritus se disfrazan —en forma de un sueño, una presencia reconfortante, una descarga de energía o una persona— para asegurarse de que el mensaje se reciba. “No es que los escépticos no experimenten lo insondable y lo divino”, explica, “sino que lo misterioso se les revela de un modo tan natural y comprensible que no los perturba».
Más tarde, sentado en mi cuarto de trabajo, volví a meditar en el asunto. Pensé que mi ángel guardián quizá era esa anciana que calzaba tenis y que predicaba que el mundo sería mejor si aminoráramos nuestro ritmo para contemplar el paisaje.
Ese año nuestra iglesia celebró el oficio religioso de Nochebuena en un pajar helado. con ovejas de carne y hueso y un penetrante olor a estiércol fresco: igual al lugar elegido para que naciera el Hijo de Dios. Los feligreses —familias con niños pequeños, en su mayoría— escuchamos el relato de San Mateo sobre el alumbramiento del Nazareno, y más tarde, cuando volvimos a internarnos en la espesura de la noche, de nuevo comenzó a nevar.
Al llegar a casa, mi hija Maggie, a la sazón de cuatro años, me tomó de la mano y en seguida me soltó para echar a correr al jardín y dejarse caer sobre la nieve. Su hermano menor, Jack, fue tras ella y también se arrojó, alborozado y con los brazos muy extendidos.
¡Mira, papá! —gritó la niña— ¡Ángeles de nieve!
A decir verdad, me había olvidado por completo de los ángeles de nieve, pero pienso que mis hijos dejaron impresos en la nieve esa Nochebuena y se veían espléndidos.
Y lo más sorprendente fue que al otro día seguían allí.
Para terminar solo agradecerles por la atención prestada y que en esta navidad Dios ilumine sus hogares y lo llene de amor y bienestar «FELIZ NAVIDAD»
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